SANJUANA MARTÍNEZ
Los presos saben quién manda actualmente en las cárceles. Aquel día los llevaron al pabellón siquiátrico. Eran 14. Y eran rivales. Unos zetas, los otros del cártel del Golfo. Tan seguros estaban de lo que iba a suceder que el diácono platicó con ellos a modo de confesión y les dio la extremaunción. Esperaron la noche para golpearlos con tablas, bates, fierros. Los torturaron. Al final, ya en la madrugada, los rociaron con gasolina y el fuego hizo lo demás.
En el penal de Apodaca, Nuevo León, todos sabían lo que iba a ocurrir el 20 de mayo pasado. Nadie hizo nada para evitarlo. Es la ley de la cárcel: mirar y callar. La primera versión de lo sucedido fue que un corto circuito provocó el incendio. Pero los testigos eran muchos y no les quedó más remedio que aceptar la intencionalidad del brutal ataque.
A un mes de lo ocurrido, hay un celador y cuatro reos detenidos. El mando de la cárcel, sin embargo, quedó en las mismas manos criminales; sólo cambiaron al director.
Entrar a este penal es adentrarse en el microcosmos de una ciudad. Aquí la guerra por el territorio es igual o más despiadada que en las calles. Los halcones adivinan a los fuereños. Hay droga, armas, prostitución, privilegios, asesinatos, torturas, extorsiones, secuestros y fiestas los fines de semana, donde abundan whisky, mujeres y coca.
Nada de prensa
Las autoridades no aceptan la entrada de periodistas. Hay que ingresar con los familiares. Los controles de revisión de la visita diaria son estrictos. No se puede introducir más que mandado y comida preparada. Las celadoras toquetean los cuerpos rutinariamente. Los pasillos cubiertos de alambradas con púas conducen a los cuatro edificios: Alfa, Bravo, Beta y Delta.
Un gran patio aparece en la zona central. Hay puestos de comida, frutas, verduras y dulces. Aquí todo se vende. Los presos conviven con sus familiares sentados a la mesa o paseando por el patio. El que tiene dinero vive mejor; el que no, le toca asumir las miserias del sistema penitenciario mexicano.
Hay cabinas telefónicas y celulares rentados. Los cuartos de visita conyugal también se alquilan. Hay una larga lista. En verano es difícil conseguir un lugar. Hay Internet, Nextel, Iphones o Blackberrys. Se vende todo tipo de droga: piedra, crystal, coca, mariguana, pastillas, inhalantes. También armas. Las deudas están anotadas con sangre. No pagarlas significa la muerte.
Los jefes tienen sus privilegios: celdas acondicionadas, televisores de plasma, computadoras, cocina propia… Entran y salen del penal cuando quieren. Muchos viven mejor aquí que afuera. A base de dinero compran voluntades. El binomio “plata o plomo” funciona. Los jefes del cártel en turno son los que mandan y los que dan el visto bueno a la contratación o el despido de celadores y directores.
El típico método del “suicidio” abunda. Varios directores han renunciado o fueron cesados. Casi un centenar de internos, celadores y encargados de la seguridad de las cárceles de los estados de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas fueron asesinados en lo que va del año por el crimen organizado que controla las prisiones ante la atenta mirada de los estados y la Federación. La narcoguerra ha sobrepoblado las 429 cárceles que hay en México dominadas por la pax del narco.
El miedo es la constante, el hacinamiento la rutina. Pocos reos quieren contar lo que sufren. Paradójicamente algunos son “secuestrados” y sus familiares deben pagar “el rescate” que les permita vivir en paz dentro de la prisión. Padecen tortura, violaciones, amenazas. El poder seduce y algunos aceptan ser reclutados para aumentar las filas del crimen organizado. La indefensión va unida a la impunidad. No hay salida. Sólo tienen “el consuelo” de la evangelización cristiana.
Los presos saben quién manda actualmente en las cárceles. Aquel día los llevaron al pabellón siquiátrico. Eran 14. Y eran rivales. Unos zetas, los otros del cártel del Golfo. Tan seguros estaban de lo que iba a suceder que el diácono platicó con ellos a modo de confesión y les dio la extremaunción. Esperaron la noche para golpearlos con tablas, bates, fierros. Los torturaron. Al final, ya en la madrugada, los rociaron con gasolina y el fuego hizo lo demás.
En el penal de Apodaca, Nuevo León, todos sabían lo que iba a ocurrir el 20 de mayo pasado. Nadie hizo nada para evitarlo. Es la ley de la cárcel: mirar y callar. La primera versión de lo sucedido fue que un corto circuito provocó el incendio. Pero los testigos eran muchos y no les quedó más remedio que aceptar la intencionalidad del brutal ataque.
A un mes de lo ocurrido, hay un celador y cuatro reos detenidos. El mando de la cárcel, sin embargo, quedó en las mismas manos criminales; sólo cambiaron al director.
Entrar a este penal es adentrarse en el microcosmos de una ciudad. Aquí la guerra por el territorio es igual o más despiadada que en las calles. Los halcones adivinan a los fuereños. Hay droga, armas, prostitución, privilegios, asesinatos, torturas, extorsiones, secuestros y fiestas los fines de semana, donde abundan whisky, mujeres y coca.
Nada de prensa
Las autoridades no aceptan la entrada de periodistas. Hay que ingresar con los familiares. Los controles de revisión de la visita diaria son estrictos. No se puede introducir más que mandado y comida preparada. Las celadoras toquetean los cuerpos rutinariamente. Los pasillos cubiertos de alambradas con púas conducen a los cuatro edificios: Alfa, Bravo, Beta y Delta.
Un gran patio aparece en la zona central. Hay puestos de comida, frutas, verduras y dulces. Aquí todo se vende. Los presos conviven con sus familiares sentados a la mesa o paseando por el patio. El que tiene dinero vive mejor; el que no, le toca asumir las miserias del sistema penitenciario mexicano.
Hay cabinas telefónicas y celulares rentados. Los cuartos de visita conyugal también se alquilan. Hay una larga lista. En verano es difícil conseguir un lugar. Hay Internet, Nextel, Iphones o Blackberrys. Se vende todo tipo de droga: piedra, crystal, coca, mariguana, pastillas, inhalantes. También armas. Las deudas están anotadas con sangre. No pagarlas significa la muerte.
Los jefes tienen sus privilegios: celdas acondicionadas, televisores de plasma, computadoras, cocina propia… Entran y salen del penal cuando quieren. Muchos viven mejor aquí que afuera. A base de dinero compran voluntades. El binomio “plata o plomo” funciona. Los jefes del cártel en turno son los que mandan y los que dan el visto bueno a la contratación o el despido de celadores y directores.
El típico método del “suicidio” abunda. Varios directores han renunciado o fueron cesados. Casi un centenar de internos, celadores y encargados de la seguridad de las cárceles de los estados de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas fueron asesinados en lo que va del año por el crimen organizado que controla las prisiones ante la atenta mirada de los estados y la Federación. La narcoguerra ha sobrepoblado las 429 cárceles que hay en México dominadas por la pax del narco.
El miedo es la constante, el hacinamiento la rutina. Pocos reos quieren contar lo que sufren. Paradójicamente algunos son “secuestrados” y sus familiares deben pagar “el rescate” que les permita vivir en paz dentro de la prisión. Padecen tortura, violaciones, amenazas. El poder seduce y algunos aceptan ser reclutados para aumentar las filas del crimen organizado. La indefensión va unida a la impunidad. No hay salida. Sólo tienen “el consuelo” de la evangelización cristiana.
Las conversiones religiosas como camino de redención. En la foto Pedro Martín Nuñez, de pandillero en Ciudad Juárez a pastor.
La palabra
Los asesinatos de trabajadores de las tres cárceles de Nuevo León –Topo Chico, Cadereyta y Apodaca– han provocado terror. Los granadazos contra sus instalaciones, pánico. Y la matazón de internos angustia permanente a los familiares.
“Es un mugrero”, dice sin rodeos el diácono Víctor Manuel Treviño Sosa, coordinador arquidiocesano de la Pastoral Penitenciaria de Monterrey, que desde hace ocho años acude varias veces a la semana a los penales para llevar “la palabra de Dios” y evangelizar a los reos.
Cada semana organiza misas y comidas. A los internos del pabellón siquiátrico del penal de Apodaca les ofrecen asesoría legal, ayuda económica, ropa… justo donde ocurrió el asesinato de 14 reos. “Sí, nos duele. Los que murieron son hermanos con los que convivimos. Me contaron sus problemas. Los enfermos no sufrieron ningún rasguño; los demás se murieron por un corto circuito en una televisión… ¿No?”.
Treviño Sosa es abogado y dice que no está autorizado a hablar de la mala situación de los penales. Asegura que ellos se dedican “exclusivamente” a las labores de la Iglesia. “Nosotros queremos creer que fue un accidente. Con eso nos quedamos. Confiamos en el amor de Dios y en su justicia. Si quiere que le digan la situación real de los penales, yo se la puedo decir, pero no estoy autorizado; apenas el cardenal. Aunque de nada serviría. Ya la sabe todo el mundo”.
En el penal de Topo Chico el hacinamiento es endémico. Los reos duermen hasta en los pasillos. Las mujeres son utilizadas como esclavas sexuales. Las denuncias hablan de torturas mientras las violan, de abusos de todo tipo: “Siempre se ha sabido. Ellas están allí por culpa de nosotros los hombres. Urge separarlas. Y también a los del fuero común. Urge un penal federal. Los presos ya no caben”.
Al empezar el año, la primera celadora asesinada, Yaneth Esmeralda Hinojosa Santiago, de 32 años de edad, apareció descuartizada en una caja de cartón abandonada en una plaza comercial. Hay miedo, amenazas. Varios internos han sido asesinados, otros perdieron la vida en riñas, accidentes, “suicidios”.
El diácono insiste en que tal vez no haya rehabilitación, pero sí conversión: “Nosotros no podemos dejar de asistir allí, con miedo o sin miedo. No podemos dejarlos solos. Tenemos que llevarles una esperanza. Decirles: ‘mañana te vas a ir. Entrégate a Dios, cree en la Virgen”’.
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El hacinamiento fomenta la violencia.
Mayoría de jóvenes
En el país hay 223 mil 521 reos, de los cuales 128 mil 21 ya fueron sentenciados, según el estudio El sistema penitenciario mexicano, presentado ante el Senado hace unos días, donde se confirma el problema de la sobrepoblación. Las cárceles sólo tienen espacio para 172 mil 418 presos y hay 51 mil internos más. Si en 2007 el Estado gastaba 7 mil millones de pesos, el año pasado el gasto destinado a las prisiones fue de 32 mil millones, donde 75 por ciento de los presos son jóvenes de 18 a 26 años.
Por otra parte, en los penales de Coahuila la situación es similar a la de Nuevo León. Actualmente esas cárceles están controladas por Los Zetas. Gustavo Hernández Zertuche, coordinador diocesano de Pastoral Penitenciaria, trabaja desde hace siete años asistiendo a los presos: “Estamos en una posición muy delicada; ni siquiera los medios locales nos hacen caso”.
En las cárceles de Torreón, Monclova, Piedras Negras y Saltillo existe un autogobierno del crimen organizado. “Tenemos informes de que en todas ellas grupos del crimen organizado son los que controlan y tienen el poder de decisión. Es muy grave”.
La inseguridad en las prisiones está a la orden del día. Todo lo que entra se convierte en un productivo negocio: “Hay todo tipo de privilegios y facilidades para que los presos poderosos entren y salgan, como en el penal de Durango. Es una mezcla no sólo de la corrupción de las autoridades, sino también del miedo. Se doblegan las voluntades y aceptan. Los que no, simplemente los desaparecen”, como fue el caso del jefe de custodios de El Cereso de Saltillo, Esteban Acosta Rodríguez, quien se negó a aceptar las órdenes del crimen organizado y desapareció en Ramos Arizpe, Coahuila, en agosto de 2009, junto con sus dos hermanos y su hijo de ocho años.
El número de “suicidios” con tintes violentos abunda: “No podemos decir oficialmente que son asesinatos, porque es la autoridad la que da fe, como sucedió en el penal de Apodaca, Nuevo León, donde los presos sabían que iban a morir y hasta se les dio la confesión. El miedo se siente y los apoyamos. Lo que hacemos es poquito, pero es mejor que nada”.
Nadie hace nada
Doña Amalia Espinoza Padilla tiene 25 años asistiendo en materia religiosa a los presos de penales de Matamoros, Tamaulipas, controlados por Los Zetas y el cártel del Golfo. Actualmente está preparando a cinco jóvenes para que hagan su primera comunión, e incluso a uno de los jefecillos, quien quiere casarse con su novia, presa en el penal: “Traía una Santa Muerte de oro al cuello. Por eso estamos como estamos, por tanto culto que le rinden. Espero que el matrimonio sea el principio de su conversión”.
La más reciente fuga masiva ocurrió en marzo de 2010, cuando los celadores permitieron la huida de 40 presos. Hay mil 800 hombres y 60 mujeres. Son comunes la venta de drogas, la prostitución y el secuestro: “Son muy sádicos para golpearlos y mutilarlos. A los recién llegados los agreden a golpes, los ponen a hablar con la familia para pedirle dinero. Y la gente con la desesperación vende lo que tiene y da para que se los dejen en paz. Nadie hace nada. Los custodios los dejan actuar; si matan o lo que sea, no meten las manos”.
Los privilegios de los jefes se ven como cosa normal: “El otro día vi cajas y cajas de un vino americano muy costoso que se llama Buchanan’s. Pasan todo lo que quieren sin ninguna dificultad. Tienen sus fiestas y hasta una alberca. Están mejor adentro que afuera. Más protegidos”.
Hace unos días le sorprendió ver una riña en el patio: “Había llovido, se golpeaban con desarmadores, bates, herramienta. Los charcos de agua estaban teñidos de rojo. Era un sangrerío. Actuaban como animales. A los desmayados o muertos se los llevaban arrastrando. Yo nomás me pegué a la pared y dije: Señor, ten misericordia de estas criaturas”.
Esta nota fue publicada en La Jornada, de México
Tomado de: http://www.sigueleyendo.es/penales-del-nortemuerte-miedo-silencio/
Sería conveniente que por cortesía de este blog se le enviara al Sr.Juan Lafarga y a su alumno este artículo. Es un valioso material de estudio para los derechos humanos.Monterouge
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